Texto del Evangelio (Lc 4,31-37): En aquel tiempo, Jesús bajó a
Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Quedaban asombrados
de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre
que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y se puso a gritar a grandes
voces: «¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a
destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús entonces le conminó
diciendo: «Cállate, y sal de él». Y el demonio, arrojándole en medio, salió de
él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros:
«¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y
salen». Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.
Comentario: Rev. D. Joan BLADÉ i Piñol (Barcelona, España).
«Quedaban
asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad»
Hoy
vemos cómo la actividad de enseñar fue para Jesús la misión central de su vida
pública. Pero la predicación de Jesús era muy distinta a la de los otros
maestros y esto hacía que la gente se extrañara y se admirara. Ciertamente,
aunque el Señor no había estudiado (cf. Jn 7,15), desconcertaba con sus
enseñanzas, porque «hablaba con autoridad» (Lc 4,32). Su estilo de hablar tenía
la autoridad de quien se sabe el “Santo de Dios”.
Precisamente,
aquella autoridad de su hablar era lo que daba fuerza a su lenguaje. Utilizaba
imágenes vivas y concretas, sin silogismos ni definiciones; palabras e imágenes
que extraía de la misma naturaleza cuando no de la Sagrada Escritura. No hay
duda de que Jesús era buen observador, hombre cercano a las situaciones
humanas: al mismo tiempo que le vemos enseñando, también lo contemplamos cerca
de las gentes haciéndoles el bien (con curaciones de enfermedades, con
expulsiones de demonios, etc.). Leía en el libro de la vida de cada día
experiencias que le servían después para enseñar. Aunque este material era tan
elemental y “rudimentario”, la palabra del Señor era siempre profunda,
inquietante, radicalmente nueva, definitiva.
La
cosa más grande del hablar de Jesucristo era el compaginar la autoridad divina
con la más increíble sencillez humana. Autoridad y sencillez eran posibles en
Jesús gracias al conocimiento que tenía del Padre y su relación de amorosa
obediencia con Él (cf. Mt 11,25-27). Es esta relación con el Padre lo que
explica la armonía única entre la grandeza y la humildad. La autoridad de su
hablar no se ajustaba a los parámetros humanos; no había competencia, ni
intereses personales o afán de lucirse. Era una autoridad que se manifestaba
tanto en la sublimidad de la palabra o de la acción como en la humildad y
sencillez. No hubo en sus labios ni la alabanza personal, ni la altivez, ni
gritos. Mansedumbre, dulzura, comprensión, paz, serenidad, misericordia,
verdad, luz, justicia... fueron el aroma que rodeaba la autoridad de sus
enseñanzas.
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