Día litúrgico: Lunes XXIV
del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 7,1-10): En aquel tiempo, cuando Jesús hubo
acabado de dirigir todas estas palabras al pueblo, entró en Cafarnaúm. Se
encontraba mal y a punto de morir un siervo de un centurión, muy querido de
éste. Habiendo oído hablar de Jesús, envió donde Él unos ancianos de los
judíos, para rogarle que viniera y salvara a su siervo. Éstos, llegando donde
Jesús, le suplicaban insistentemente diciendo: «Merece que se lo concedas,
porque ama a nuestro pueblo, y él mismo nos ha edificado la sinagoga».
Jesús
iba con ellos y, estando ya no lejos de la casa, envió el centurión a unos
amigos a decirle: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres
bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro.
Mándalo de palabra, y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un
subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: 'Vete', y va; y a
otro: 'Ven', y viene; y a mi siervo: 'Haz esto', y lo hace».
Al
oír esto Jesús, quedó admirado de él, y volviéndose dijo a la muchedumbre que
le seguía: «Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande». Cuando
los enviados volvieron a la casa, hallaron al siervo sano.
Comentario: Fr. John A. SISTARE (Cumberland, Rhode Island,
Estados Unidos).
«Os
digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande»
Hoy,
nos enfrentamos a una pregunta interesante. ¿Por qué razón el centurión del
Evangelio no fue personalmente a encontrar a Jesús y, en cambio, envió por
delante algunos notables de los judíos con la petición de que fuese a salvar a
su criado? El mismo centurión responde por nosotros en el pasaje evangélico:
Señor, «ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de
palabra, y quede sano mi criado» (Lc 7,7).
Aquel
centurión poseía la virtud de la fe al creer que Jesús podría hacer el milagro
—si así lo quería— con sólo su divina voluntad. La fe le hacía creer que, prescindiendo
de allá donde Jesús pudiera hallarse, Él podría sanar al criado enfermo. Aquel
centurión estaba muy convencido de que ninguna distancia podría impedir o
detener a Jesucristo, si quería llevar a buen término su trabajo de salvación.
Nosotros
también estamos llamados a tener la misma fe en nuestras vidas. Hay ocasiones
en que podemos ser tentados a creer que Jesús está lejos y que no escucha
nuestros ruegos. Sin embargo, la fe ilumina nuestras mentes y nuestros
corazones haciéndonos creer que Jesús está siempre cerca para ayudarnos. De
hecho, la presencia sanadora de Jesús en la Eucaristía ha de ser nuestro
recordatorio permanente de que Jesús está siempre cerca de nosotros. SanAgustín, con ojos de fe, creía en esa realidad: «Lo que vemos es el pan y el
cáliz; eso es lo que tus ojos te señalan. Pero lo que tu fe te obliga a aceptar
es que el pan es el Cuerpo de Jesucristo y que en el cáliz se encuentra la
Sangre de Jesucristo».
La
fe ilumina nuestras mentes para hacernos ver la presencia de Jesús en medio de
nosotros. Y, como aquel centurión, diremos: «Señor, no te molestes, porque no
soy digno de que entres bajo mi techo» (Lc 7,6). Por tanto, si nos humillamos
ante nuestro Señor y Salvador, Él viene y se acerca a curarnos. Así, dejemos a
Jesús penetrar nuestro espíritu, en nuestra casa, para curar y fortalecer
nuestra fe y para llevarnos hacia la vida eterna.
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